jueves, 11 de octubre de 2007

Hace una semana comencé a leer “Los Detectives Salvajes” de Bolaño.
Voy despacio, todavía estoy en la primera parte: el diario del poeta García Madero.
Hasta ahora el estilo de escritura y el imaginario del libro me resultan muy atractivos (esperemos que el finado no la cague después). Lo mejor y más llamativo es esa especie de irrealidad /realista que no enfatiza demasiado sus excentricidades y mecanismos. Además esta ese D.F mítico de cafés, librerías y residenciales. Algo así como cuando uno sueña las ciudades y los lugares que conoce. En el sueño son los mismos lugares, se reconocen como tales pero siempre hay un elemento, un exceso que perturba su estabilidad (hablar de la geografía y el espacio onírico da para mucho, recomiendo este post de: fuck you tiger ).

Todos los elementos que resultan atractivos del libro, o al menos de esta parte que estoy leyendo me llevaron (de la mano y con cariño) a pensar en la cuestión del estilo y el lugar en el que se posiciona un autor para enunciar.
Como ya todos más o menos sabemos Bolaño se inscribe en una tradición post-boom en donde la figura del escritor pontificante y comprometido se deja un poco de lado. De manera consecuente con esta posición de escritor más “esteta” si se quiere, el estilo y la forma son los campos en los que se disputan los méritos y deméritos literarios.
Sin tratar de hacer una oposición muy marcada entre forma y fondo, es fácil imaginarse todas las maneras en que la misma temática y los mismos personajes de esta primera parte de los Detectives podrían ser abordados con resultados que irían desde lo estéril hasta lo pomposo y risible. Sin embargo en esta parte del libro el estilo es tan refinado que todo parece abordarse a la perfección, de manera calculada y genial. El resultado de esto no es una escritura anal y constipada sino, me parece a mí, la prosa de un escritor en total y sereno control de su mundo ficticio. Y todavía el gran hijo de puta lo hace parecer como si fuera muy fácil, muy natural.
Además, recuerdo algunos de los pensamientos que tuve mientras leía. Por ejemplo, en cierto momento me imaginé una desafortunada versión cinematográfica de este primer capítulo filmada desde estilo muy a lo “Y tu mamá también” con jóvenes poetas.
En otros momentos, me imaginé ésta parte del libro escrita como una memoria nostálgica y sentimentalista sobre la lejana y loca juventud tan llena de brío e idealismo que dejamos atrás (narrada por alguien que ahora es Ministro de Cultura o Embajador).
Tal vez la conclusión es que casi todos los temas que puedan tratarse en el arte y en específico la literatura, son banales, trillados y esquemáticos. Ante esto, el estilo es el decodificador con el potencial de convertirlos en “algo más”. Más allá del estilo quedan solamente los lugares comunes de la exégesis más básica.



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Ayer buscando unas revistas viejas en el estante me tropecé con una edición ilustrada de “Platero y Yo” que leía mucho cuando tenía como 10 u 11 años. Hacía bastante tiempo que ni siquiera me acordaba de la existencia de este libro que no es novela, ni cuento ni tampoco poesía en el sentido estricto. Ya desde bien pendejo me pareció un libro muy triste y hasta miserable, lejos de la lectura edulcorada que uno podría pensar que es. Me sorprendieron algunos episodios de lo que solo podría denominar como “gótico rural Español” o algo así. Además es bastante gruesa toda la cuestión de la soledad y el papel de los animales como únicos acompañantes y testigos de esas largas horas de vacío. Por eso tanta sobreidentificación emocional, melancolía y duelo por la muerte del animal.
Después de todo este tiempo me parece que el libro es aún más triste de lo que podía presentir a los 10 años. En realidad detrás de los ojos negros y brillantes de Platero no existía nada más que la infinita indiferencia de la naturaleza, el abismo de lo REAL.



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¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.


Pero precisamente ese es el problema, cuando Fito Paéz tiene que venir a ofrecer su corazón no hay señal más inequívoca de que, efectivamente, todo está perdido

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